Simio, el hermano. 
 

(Es una columna que publiqué hace un par de años en el diario Metro)
La polémica de si los animales sufren el dolor, sienten el afecto, o si tienen proyectos de vida, recuerda a los vehementes debates entre los hombres de fe del concilio de Macón, en el siglo VI, sobre la existencia de alma en la mujer y si ella era criaturas de Dios. Sólo hace cinco siglos la iglesia católica decidió que las mujeres sí tenemos alma y somos seres humanos, y no “objetos vivientes” como los caballos y las gallinas, y parte del inventario de los varones humanos.

Obviamente, el argumento de “la inferioridad de la mujer en la inteligencia y capacidades”, servía a aquellos señores para justificar el sometimiento de la mitad de la humanidad a la autoridad de los hombres “racionales” y justificar su dominio sobre ellas. Los mismos argumentos han servido para explotar, humillar, torturar y matar a los antropoides no humanos (¿Aún hay alguien que no sepa que los humanos, científicamente, pertenecemos a la categoría de “animales”?).

El proyecto de Gran Simio, hoy en debate, lanza la iniciativa de reclamar el reconocimiento de derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturados en experimentos, para los simios, y no pretende, como dicen algunos que creen que el ser humano es el ombligo del universo, otorgarles el derecho a voto, ni a concederles el permiso de conducir.

Otros se burlan del proyecto con el absurdo argumento de que “hay que preocuparse por las personas que sufren y no por los animales”. Es la típica frase de quienes ni se preocupan por los niños de Darfur y Palestina, ni se les ha ocurrido cuestionar la inversión de miles de millones de euros en los gastos militares para destruirnos a nosotros mismos y a otros seres que sufren nuestra prepotencia. Otros plantean que “los animales no tienen inteligencia ni sienten el dolor y no tienen capacidad de sufrimiento”, y por ello justifican la esclavitud y prácticas crueles a las que hemos sometido a millones de animales no humanos. ¿Es que las personas discapacitadas psíquicas, o los bebés que aún no han desarrollado la inteligencia – término muy relativo y discutible-, carecen de poder sentir el dolor, el hambre, el miedo o el afecto? ¿O se merecen menos respeto a su dignidad por tener menos inteligencia?

Para tener una mínima idea de lo que un toro, por ejemplo, llega a sufrir la puya, las banderillas o la afilada y larga espada que le clavan en su corazón y sus pulmones en las corridas, basta ver con qué insistencia trata de espantar a las pequeñas moscas que con sus milimétricas trompas le pinchan. ¡Y tanto que siente aquel inimaginable e irrazonable dolor!

Es más. Gran parte de los animales al tener menos desarrollada su corteza cerebral, relacionada con las funciones pensantes, han desarrollado más que nosotros sus impulsos básicos, sentimientos, emociones o capacidades como oler, ver y sentir. ¿Verdad que no se acuerdan de Enos, el chimpancé de cinco años que fue lanzado al espacio en 1961?. Pues Enos, tras meses de sufrir crueles experimentos en los laboratorios, murió electrocutado en la cápsula en el espacio, sin que los responsables de su desgracia le socorrieran. Pues las iniciativas como la de Gran Simio servirán para que nunca más en nombre de la ciencia y la humanidad se cometan tales barbaries de la que esta sólo fue la punta del iceberg.

Con ella no sólo se derrumbará la barrera artificial que separa a los seres humanos del resto de animales, sino sería otro paso hacia “civilizarnos”, para que también dejemos de maltratar, esclavizar, torturar y matar a los miembros de nuestra especie. ¡Que llegue un tiempo que respetar el derecho a la dignidad de los animales, sean humanos o no, no dependa de su nivel de talento o torpeza, ni de su color de piel, ni de la cantidad de pelo que cubre su cuerpo, ni de su sexo, ni de si es anciano o joven, gordo o con “líneas”, sano o enfermo, sino que se haga por lo que es: una cualidad inherente de su ser.

 

 
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