El revuelo levantado por los empresarios y partidarios de las corridas de toros sobre la propuesta de la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, de prohibir la muerte del toro en las corridas, -queno la tortura que sufre el animal antes y después de su entrada en la plaza-, es digno de un profundo estudio desde diferentes perspectivas: filosófica, psicológica, biológica y económica (¡no de los toros, sino de los taurinos!). Dejo este estudio a los investigadores, y yo como un ser humano sensible al dolor de los demás -de quienes poseen sistema nervioso central, o sea los animales, tanto humanos como los no humanos-, aquí solo narro una pequeña parte del tormento que sufre un ser noble e indefenso atrapado por un grupo de seres que satisfacen sus instintos básicos en una orgías de sangre y violencia.

Cada año miles de toros son torturados en las llamadas fiestas nacionales hasta morir, y cientos de caballos son atrozmente mutilados en nombre de la tradición y la cultura. Aún me veo incapaz de asociar el término fiesta –que lo relacionaba con el júbilo y la alegría– a un espectáculo de sangre y dolor.

Nos dicen que las corridas son la máxima representación del arte y la valentía de un ser humano, el torero. Sin embargo, poca bravura necesitan quienes, segúnla denuncia de varios veterinarios de la plaza de Las Ventas de Madrid, antes de soltar al toro en la plaza, les clavan alfileres en los genitales para restarles fuerzas, les introducen algodón en la garganta, líquidos cáusticos en los ojos para dificultar su visión o les ponen en las patas una sustancia que les produce ardor y les impide mantenerse quietos. Creo que los ciudadanos, e incluso los que asisten a aquel dantesco espectáculo del dolor y brutalidad gratuita, tienen derecho a saber que un día antes de que el toro pise la plaza le recortan los cuernos para proteger al torero, le cuelgan sacos de arena en el cuello durante interminables horas, lo sumergen en agua y cal toda una noche para ablandar su piel y facilitar la introducción de las mortales picas, lo encierran en un lugar oscuro para que, al soltarlo, la luz y los gritos de los espectadores lo aterren y sus intentos de huir parezcan ferocidad.

Todo este ritual de tortura es para que aquellos valientes toreros puedan incrustarles una pica de 14 centímetros –que les perfora el pulmón, provocando una hemorragia que limita su capacidad– para luego introducirles en la misma herida o cerca de ella unos arpones de 8 centímetros, con los que el desgraciado animal, con cada movimiento para librarse de ellos, se desgarra aún más. La víctima agoniza y vomita sangre, y aun así, el espectáculo-tortura sigue y sigue, pues aunque un solo puyazo podría acabar con la vida del toro, eso se hace en tres tiempos para mayor goce de la afición.

Para el desgraciado animal, la muerte se hace rogar. Aún su cuerpo debe ser atravesado con una espada de 80 centímetros de longitud, que puede destrozarle el hígado, los pulmones, la pleura, etc. Si tiene suerte morirá ahogado en su propio vómito de sangre, y si no le apuñalarán en la nuca en el descabello, con una espada que termina en una cuchilla de 10 centímetros que le seccionará la médula espinal. Mientras ha perdido el control sobre su cuerpo, el toro sigue consciente para ver cómo aquella barbaridad termina en el llamado arrastre.

Me pongo en la piel de esos animales y sufro con ellos, al igual que me pongo en el cuerpo de aquellas personas que son sometidas a torturas, maniatadas y amordazadas, en los calabozos de un sinfín de países. Unos y otros son víctimas del cinismo y de la barbarie de los que ejercen poder sobre sus vidas para aumentar sus cuentas corrientes.

La tortura no es cultura. Ni todos los ingredientes de las tradiciones centenarias -como por ejemplo, la ablación en Africa-, deben ser preservados ni mucho menos respetadas. ¡Por un mundo sin torturas!